miércoles, 21 de octubre de 2009

En el abismo de la vida

Nietzche decía que tener fe era nso querer saber la verdad. He pensado tanto en estos días las consecuencias de eso en mi vida ahora que pareciera que no creo en Dios.
Y en estos días esa forma de pensar me ha pasado factura. Cuando no tienes un referente, una religión, un código ético, la flexibilidad de lo que es correcto y de lo que no lo es, la forma de conducirte en la vida, se vuelve confusa, vaga, sin sentido.
Eso que Sartre llamaba la Náusea. Ese despertarte al abismo de la vida sin ningún significado, eso experimento ahora, cuando trato de encontrar, como decía García Márquez, ese rincón del alma en que se me pudrieron los afectos y no todos, uno en particular, la fe en que Dios existe.
Ayer hablaba con mi amigo, quien está perfectamente convencido, al igual que yo, que ese ser sobrenatural y todopoderoso no existe y escuché sorprendida cómo me decía: “Yo no creo, pero tengo fe”. Es lo que me dice todo el tiempo mi madre “Yo creo en Dios porque hay que creer en algo” y siempre reduje esa frase a una expresión de infinita cobardía existencialista, hasta que amaneció hoy.
Rezo para tener fe. Esa es toda la gracia que pido. Pido la gracia de la ignorancia, la bendición de ver el mundo a través del espíritu. Creer que esto tiene sentido, de alguna manera, y dejar de repetir convencida que nuestros sentimientos, nuestros amores, nuestras pasiones, nuestras luchas, nuestros recuerdos y nuestros conocimientos, esos segundos preciosos que dura una sonrisa, no son más que impulsos eléctricos y químicos viajando por nuestro cuerpo para podrirse sin trascendencia con nuestro cerebro cuando llegue la muerte.
Qué perpectiva tan desoladora. ¿Cuál es la receta para la encontrar la paz, el término medio donde habita la esperanza sin necesidad de convencernos de cosas que son mentiras?
¿Dónde se encuentra la fe?

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